El conservador Castlereagh, ministro británico de la Guerra durante la contienda napoleónica y de Asuntos Exteriores desde 1812, había sido el artífice de la Cuádruple Alianza entre el Reino Unido, Rusia, Austria y Prusia que había conducido al triunfo sobre Francia.

Ello le valió un destacado papel en Viena, donde logró que triunfasen las líneas maestras de la diplomacia británica para ordenar la posguerra, basadas en el establecimiento de un equilibrio entre las potencias continentales que dejase intacto el dominio de Gran Bretaña sobre los mares, en el que descansaba su prosperidad (para ello, además, retuvo el control sobre diversas posesiones ganadas militarmente, como Malta, El Cabo, la isla Mauricio o Ceilán).



Metternich, primer ministro austríaco entre 1809 y 1848, y también conservador, veía en las aspiraciones territoriales de Prusia y Rusia una amenaza para su país, y compartía la visión de Castlereagh de una Europa en la que ninguna potencia pudiera estar en condiciones de competir con otra.

Más allá de los intereses comunes, el trato entre el austero protestante británico (que durante las mañanas de los domingos cantaba himnos religiosos junto con su familia y criados en su residencia oficial vienesa) y el austríaco (cuyas continuas aventuras galantes eran famosas) derivó en una amistad que contribuyó sobremanera al éxito del congreso. «Nos tratamos como si hubiésemos pasado juntos la vida entera», escribía Metternich a la duquesa de Sagan, su amante, refiriéndose a Castlereagh; «se comporta como un ángel».


En cuanto a Talleyrand, el realismo le hacía tan partidario del equilibrio como Castlereagh y Metternich. Su carencia de escrúpulos le había permitido servir a la Revolución, ser ministro de Asuntos Exteriores de Napoleón (y amasar una gran fortuna tratando bajo cuerda con países extranjeros) y ocupar el mismo puesto bajo Luis XVIII de Borbón, al que los aliados (con la intermediación del propio Talleyrand) habían puesto en el trono de Francia.

Su duplicidad y sus negocios inconfesables eran bien conocidos (Napoleón dijo de él que era merde en bas de soie, «una media de seda llena de porquería»), pero su inteligente apoyo a Gran Bretaña y Austria frente a las apetencias de Prusia y Rusia permitió a Francia mantener casi por entero las fronteras anteriores a 1792.

En definitiva, Castlereagh, Metternich y Talleyrand no deseaban restaurar las fronteras ni el orden anteriores a las guerras, sino «las libertades de Europa»: la libertad de los estados europeos frente a una potencia que, como la Francia napoleónica, pudiera imponerles su dominio.

Con el propósito de distribuir el poder político en el continente y generar un equilibrio que garantizase una paz duradera, el congreso acordó numerosas transferencias de territorios, cuyo número de habitantes era cuidadosamente calculado por una comisión de estadística para compensar pérdidas y ganancias.

Por su parte, Alejandro I codiciaba toda Polonia, dividida en 1795 entre Rusia, Prusia y Austria, y que Napoleón había agrupado en su mayor parte en el Gran Ducado de Varsovia. Para ello buscó el respaldo de Federico Guillermo III de Prusia, a quien apoyó en su demanda de quedarse con el reino de Sajonia, cuyo rey había sido el último aliado alemán en abandonar a Napoleón.